Un fragmento de “Sobre la violencia”, un texto de Hannah Arendt
Por
Prodavinci | 1 de
Mayo, 2013
Me propongo suscitar ahora la cuestión de la violencia
en el terreno político. No es fácil. Lo que Sorel escribió hace sesenta años,
“los problemas de la violencia siguen siendo muy oscuros” es tan cierto ahora como
lo era entonces. He mencionado la repugnancia general a tratar a la violencia
como a un fenómeno por derecho propio y debo ahora precisar esta afirmación.
Si comenzamos una discusión sobre el fenómeno del
poder, descubrimos pronto que existe un acuerdo entre todos los teóricos
políticos, de la Izquierda a la Derecha, según el cual la violencia no es sino
la más flagrante manifestación de poder. “Toda la política es una lucha por el
poder; el último género de poder es la violencia”, ha dicho C. Wright Mills,
haciéndose eco de la definición del Estado de Max Weber: “El dominio de los
hombres sobre los hombres basado en los medios de la violencia legitimada, es
decir, supuestamente legitimada”. Esta coincidencia resulta muy extraña, porque
equiparar el poder político con “la organización de la violencia” sólo tiene
sentido si uno acepta la idea marxista del Estado como instrumento de opresión
de la clase dominante. Vamos por eso a estudiar a los autores que no creen que
el cuerpo político, sus leyes e instituciones, sean simplemente
superestructuras coactivas, manifestaciones secundarias de fuerzas subyacentes.
Vamos a estudiar, por ejemplo, a Bertrand de Touvenel, cuyo libro Sobre el
poder es quizá el más prestigioso y, en cualquier caso, el más interesante
de los tratados recientes sobre el tema. “Para quien —escribe— contempla el
despliegue de las épocas la guerra se presenta a sí misma como una actividad de
los Estados que pertenece a su esencia”. Esto puede inducirnos a preguntar si
el final de la actividad bélica significaría el final de los Estados.
¿Acarrearía la desaparición de la violencia, en las relaciones entre los
Estados, el final del poder?
La respuesta, parece, dependerá de lo que entendamos
por poder. Y el poder resulta ser un instrumento de mando mientras que el
mando, nos han dicho, debe su existencia “al instinto de dominación”.
Recordamos inmediatamente lo que Sartre afirmaba sobre la violencia cuando
leemos en Jouvenel que “un hombre se siente más hombre cuando se impone
a sí mismo y convierte a otros en instrumentos de su voluntad”, lo que le
proporciona “incomparable placer”. “El poder —decía Voltaire— consiste en hacer
que otros actúen como yo decida”; está presente cuando yo tengo la posibilidad
“de afirmar mi propia voluntad contra la resistencia” de los demás, dice Max
Weber, recordándonos la definición de Clausewitz de la guerra como “un acto de
violencia para obligar al oponente a hacer lo que queremos que haga”. El
término, como ha dicho Strausz-Hupé, significa “el poder del hombre sobre el
hombre”. Volviendo a Jouvenel, es “Mandar y ser obedecido: sin lo cual
no hay Poder, y no precisa de ningún otro atributo para existir [...] La cosa
sin la cual no puede ser: que la esencia es el mando”*. Si la esencia del poder
es la eficacia del mando, entonces no hay poder más grande que el que emana del
cañón de un arma, y sería difícil decir en “qué forma difiere la orden dada por
un policía de la orden dada por un pistolero”. (Son citas de la importante obra
The Notion of the State, de Alexandre Passerin d’Entréves, el único
autor que yo conozco que es consciente de la importancia de la distinción entre
violencia y poder. “Tenemos que decidir si, y en qué sentido, puede el ‘poder’
distinguirse de la ‘fuerza’ para averiguar cómo el hecho de utilizar la fuerza
conforme a la ley cambia la calidad de la fuerza en sí misma y nos presenta una
imagen enteramente diferente de las relaciones humanas”, dado que la “fuerza,
por el simple hecho de ser calificada, deja de ser fuerza”. Pero ni siquiera esta
distinción, con mucho la más compleja y meditada de las que caben hallarse
sobre el tema, alcanza a la raíz del tema.
El poder, en el concepto de Passerin d’Entréves, es
una fuerza “calificada” o “institucionalizada”. En otras palabras, mientras los
autores más arriba citados definen a la violencia como la más flamante
manifestación de poder, Passerin d’Entréves define al poder como un tipo de
violencia mitigada. En su análisis final llega a los mismos resultados. ¿Deben
coincidir todos los autores, de la Derecha a la Izquierda, de Bertrand de
Jouvenel a Mao Tse-Tung, en un punto tan básico de la filosofía política como
es la naturaleza del poder?
En términos de nuestras tradiciones de pensamiento
político estas definiciones tienen mucho a su favor. No sólo se derivan de la
antigua noción del poder absoluto que acompañó a la aparición de la
Nación-Estado soberana europea, cuyos primeros y más importantes portavoces
fueron Jean Bodin, en la Francia del siglo XVI, y Thomas Hobbes en la
Inglaterra del siglo XVII, sino que también coinciden con los términos
empleados desde la antigüedad griega para definir las formas de gobierno como
el dominio del hombre sobre el hombre —de uno o de unos pocos en la monarquía y
en la oligarquía, de los mejores o de muchos en la aristocracia y en la
democracia—. Hoy debemos añadir la última y quizá más formidable forma de
semejante dominio: la burocracia o dominio de un complejo sistema de oficinas
en donde no cabe hacer responsables a los hombres, ni a uno ni a los mejores,
ni a pocos ni a muchos, y que podría ser adecuadamente definida como el dominio
de Nadie. (Si, conforme el pensamiento político tradicional, identificamos la
tiranía como el Gobierno que no está obligado a dar cuenta de sí mismo, el
dominio de Nadie es claramente el más tiránico de todos, pues no existe
precisamente nadie al que pueda preguntarse por lo que se está haciendo. Es
este estado de cosas, que hace imposible la localización de la responsabilidad
y la identificación del enemigo, una de las causas más poderosas de la actual y
rebelde intranquilidad difundida por todo el mundo, de su caótica naturaleza y
de su peligrosa tendencia a escapar a todo control, al enloquecimiento).
Además, este antiguo vocabulario es extrañamente
confirmado y fortificado por la adición de la tradición hebreo-cristiana y de
su “imperativo concepto de la ley”. Este concepto no fue inventado por
“políticos realistas” sino que es más bien el resultado de una generalización
muy anterior y casi automática de los “Mandamientos” de Dios, según la cual “la
simple relación del mando y de la obediencia “bastaba para identificar la
esencia de la ley. Finalmente, convicciones científicas y filosóficas más
modernas respecto de la naturaleza del hombre han reforzado aún más estas
tradiciones legales y políticas. Los abundantes y recientes descubrimientos de
un instinto innato de dominación y de una innata agresividad del animal humano
fueron precedidos por declaraciones filosóficas muy similares. Según John
Stuart Mill, “la primera lección de civilización [es] la de la obediencia”, y
él habla de “los dos estados de inclinaciones [...] una es el deseo de ejercer
poder sobre los demás; la otra [...] la aversión a que el poder sea ejercido
sobre uno mismo”. Si confiáramos en nuestras propias experiencias sobre estas
cuestiones, deberíamos saber que el instinto de sumisión, un ardiente deseo de
obedecer y de ser dominado por un hombre fuerte, es por lo menos tan prominente
en la psicología humana como el deseo de poder, y, políticamente, resulta quizá
más relevante.
El antiguo adagio “Cuan apto es para mandar quien
puede tan bien obedecer”, que en diferentes versiones ha sido conocido en todos
los siglos y en todas las naciones puede denotar una verdad psicológica: la de
que la voluntad de poder y la voluntad de sumisión se hallan interconectadas.
La “pronta sumisión a la tiranía”, por emplear una vez más las palabras de
Mili, no está en manera alguna siempre causada por una “extremada pasividad”.
Recíprocamente, una fuerte aversión a obedecer viene acompañada a menudo por
una aversión igualmente fuerte a dominar y a mandar. Históricamente hablando,
la antigua institución de la economía de la esclavitud sería inexplicable sobre
la base de la psicología de Mili. Su fin expreso era liberar a los ciudadanos de
la carga de los asuntos domésticos y permitirles participar en la vida pública
de la comunidad, donde todos eran iguales; si fuera cierto que nada es más
agradable que dar órdenes y dominar a otros, cada dueño de una casa jamás
habría abandonado su hogar.
Sin embargo, existe otra tradición y otro vocabulario,
no menos antiguos y no menos acreditados por el tiempo. Cuando la Ciudad-Estado
ateniense llamó a su constitución una isonomía o cuando los romanos
hablaban de la civitas como de su forma de gobierno, pensaban en un
concepto del poder y de la ley cuya esencia no se basaba en la relación
mando-obediencia. Hacia estos ejemplos se volvieron los hombres de las
revoluciones del siglo XVIII cuando escudriñaron los archivos de la antigüedad
y constituyeron una forma de gobierno, una república, en la que el dominio de
la ley, basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio del hombre
sobre el hombre, al que consideraron un “gobierno adecuado para esclavos”.
También ellos, desgraciadamente, continuaron hablando de obediencia: obediencia
a las leyes en vez de a los hombres; pero lo que querían significar realmente
era el apoyo a las leyes a las que la ciudadanía había otorgado su
consentimiento. Semejante apoyo nunca es indiscutible y por lo que a su formalidad
se refiere jamás puede compararse con la “indiscutible obediencia” que puede
exigir un acto de violencia —la obediencia con la que puede contar un
delincuente cuando me arrebata la cartera con la ayuda de un cuchillo o cuando
roba a un banco con la ayuda de una pistola—. Es el apoyo del pueblo el que
presta poder a las instituciones de un país y este apoyo no es nada más que la
prolongación del asentimiento que, para empezar, determinó la existencia de las
leyes.
Se supone que bajo las condiciones de un Gobierno
representativo el pueblo domina a quienes le gobiernan. Todas las instituciones
políticas son manifestaciones y materializaciones de poder; se petrifican y
decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas. Esto es lo
que Madison quería significar cuando decía que “todos los Gobiernos descansan
en la opinión” no menos cierta para las diferentes formas de monarquía como
para las democracias (“Suponer que el dominio de la mayoría funciona sólo en la
democracia es una fantástica ilusión”, como señala Jouvenel: “El rey, que no es
sino un individuo solitario, se halla más necesitado del apoyo general de la
Sociedad que cualquier otra forma de Gobierno”. Incluso el tirano, el que manda
contra todos, necesita colaboradores en el asunto de la violencia aunque su
número pueda ser más bien reducido). Sin embargo, la fuerza de la opinión, esto
es, el poder del Gobierno, depende del número; se halla “en proporción con el
número de los que con él están asociados” y la tiranía, como descubrió
Montesquieu, es por eso la más violenta y menos poderosa de las formas de
Gobierno. Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el
poder siempre precisa el número, mientras que 1a violencia, hasta cierto punto,
puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. Un dominio
mayontario legalmente restringido, es decir, una democracia sin constitución,
puede resultar muy formidable en la supresión de los derechos de las minorías y
muy efectiva en el ahogo del disentimiento sin empleo alguno de la violencia.
Pero esto no significa que la violencia y el poder sean iguales.
———-
* Escojo mis ejemplos al azar dado que difícilmente
importa el autor que se elija. Sólo ocasionalmente se puede escuchar una voz
que disiente. Así, R. M. Mclver declara: “El poder coactivo es un criterio del
Estado pero no constituye su esencia [...] Es cierto que no existe Estado allí
donde no hay una fuerza abrumadora [...] Pero el ejercicio de la fuerza no hace
un Estado” (en The Modern State, Londres, 1926, pp. 222-225). Puede advertirse
cuan fuerte es esta tradición en los intentos de Rousseau para escapar a ella.
Buscando un Gobierno de no-dominación, no consigue nada mejor que “une forme
de association [...] par laquelle chacun s’unissantá tous nobéisse pourtant
qu’á luitnéme”. El énfasis puesto en la obediencia, y por ello en el
manilo, permanece inalterado.
***
Algunas de las referencias citadas en el texto:
- Georges Sorel, Reflections on Violence, “Introduction to the First Publication” (1906).
- Max Weber, Politics as a Vocation (1921).
- Bertrand de Jouvenel, Power: The Natural History of Its Growth (1945).
- Karl von Clausewitz, On War (1832)
- Alessandro Passerin d’Entrèves, The Notion of the State, An Introduction to Political Theory (1962)
- Considerations on Representative Government (1861)
- Georges Sorel, Reflections on Violence, “Introduction to the First Publication” (1906).
- Max Weber, Politics as a Vocation (1921).
- Bertrand de Jouvenel, Power: The Natural History of Its Growth (1945).
- Karl von Clausewitz, On War (1832)
- Alessandro Passerin d’Entrèves, The Notion of the State, An Introduction to Political Theory (1962)
- Considerations on Representative Government (1861)
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