La maldad totalitaria, por Fernando Mires
"Si
quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido del totalitarismo, habría
que decir que el totalitarismo es la anulación de la política mediante el
Estado, anulación que lleva a la sustitución de la política por el terror del
Estado que sin sustento político se convierte en un Estado total."
Por Fernando
Mires | 1 de
Mayo, 2013
La masa y el líder no constituyen de por sí una
religión, como repitió muchas veces Hannah Arendt A. Son su simple simulacro, o
si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano
El libro The Origin oft Totalitarism (1951)
ocupa un lugar importante en la obra de H. A., lugar que ella probablemente no
buscó sino que fue impuesto por el devenir histórico. Esa suerte de selección
que, en última instancia es política, ocurre por lo demás con muchos otros
autores quienes permanecen en el recuerdo no por los temas a quienes ellos
dedicaron mayor atención sino por otros que, debido a circunstancias difíciles
de predecir, obtuvieron una mayor publicidad. La publicidad de un texto –
quiero afirmar- la determina el tiempo en que vive un autor, no el autor.
En el caso de H. A. es fácil constatar que la
centralidad obtenida por sus trabajos acerca del fenómeno totalitario obedece a
dos razones históricas: la primera, derivada de los imperativos de la Guerra
Fría, surgió de la necesidad política de caracterizar al “enemigo”
internacional de la democracia occidental: en ese tiempo el estalinismo.
Como es sabido, gran mérito de H. A. fue estudiar el
totalitarismo en sus dos formas principales de expresión, la nazi y la
comunista, pero no como “sistemas sociales” conceptualmente petrificados sino
como revueltas “hacia” y luego “desde” el Estado, revueltas dirigidas no sólo
en contra de la democracia occidental sino sobre todo en contra de ese legado
que recibimos desde la Atenas filosófica: la política como forma de vida
destinada a reglar conflictos ciudadanos.
Si quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido
del totalitarismo, habría que decir que el totalitarismo es la anulación de la
política mediante el Estado, anulación que lleva a la sustitución de la
política por el terror del Estado que sin sustento político se convierte en un
Estado total. El Estado total es a la vez el terror total. Y como trataré de
demostrar es, desde una perspectiva política, la maldad total o la maldad
radical. Con ello ya estoy adelantando que el tema del mal (o de la maldad) y
el tema del totalitarismo no constituyen en el pensamiento de H. A. dos
“teorías” diferentes sino dos ángulos destinados a abordar la misma realidad:
la negación del pensamiento, y en este caso, la negación del pensamiento en la
política: el pensamiento político.
La segunda razón que explica la centralidad del tema
del totalitarismo en la obra de H.A. viene del periodo “post- guerra fría”
surgido a partir del derribamiento del muro de Berlín en 1980, símbolo gráfico
y real de las diferentes revoluciones democráticas que tuvieron lugar en la
Europa del “Este político”.
De más está decir que a partir de la caída del nefasto
muro, el mundo político vivió una suerte de fiesta democrática. Muchos intelectuales
liderados por las visiones de Fukujama y otros, imaginaron que la historia de
la anti-democracia quedaba atrás, y en ese ambiente festivo los análisis del
fenómeno totalitario realizados por H. A. alcanzaron una ardiente actualidad.
El tema del totalitarismo pasó, a su vez, a formar parte del currículum en
diversos institutos socio y polito-lógicos y, en ese marco, el texto de H. A.
Los Orígenes del Totalitarismo llegó a ser un objeto de imprescindible
consulta.
Quizás habría que agregar una tercera razón para
explicar el relieve político acanzado por el libro de H. A. acerca del
totalitarismo, y ella tiene que ver con el hecho ya comprobado de que las
visiones ultraoptimistas acerca de una rápida democratización del orbe no
tuvieron ninguna justificación. En efecto, después del derrumbe del comunismo
no sólo no tuvo lugar la ansiada democratización planetaria sino, además, han
sido consolidados nuevos proyectos cuyos objetivos pueden ser calificados, en
algunos casos, como para-totalitarios. En breve: los estudios acerca del
fenómeno totalitario no han perdido actualidad.
Todavía nadie está muy seguro, por ejemplo, si el
término totalitarismo, de neta raigambre europea, puede ser aplicado a las
teocracias islamistas consolidadas en los últimos tiempos como reacción a la
cruzada emprendida por el presidente Bush después del 11.09. Tampoco son
avances democráticos los proyectos de poder total que se anidan en las
jefaturas ideológicas en algunos países sudamericanos cuyos representantes
sostienen ya abiertamente la tesis (de origen fascista) de que el pueblo, la
nación, el partido, el gobierno y el Estado deben ser entendidos como una
unidad absoluta (por ejemplo, García Linera 2010) En fin, ni el peligro
dictatorial, ni las visiones totalitarias han desaparecido del todo. Del mismo
modo es imposible afirmar que las democracias de tipo occidental están
protegidas para siempre del peligro totalitario. No hay que olvidar que tanto
el fascismo como el nazismo emergieron desde el interior de formaciones democráticas.
Incluso puede ser posible que en nombre de la propia democracia emerjan
proyectos antidemocráticos, ideológicos, fundamentalistas y misionales. Por
ejemplo, John Gray, en su ya popular obra Apocalyptic Religion and the Death of
Utopía” (2007) ha demostrado con lógica y hechos irrebatibles como al interior
del gobierno Bush yacían concepciones totalizantes cuyo objetivo era realizar
la utopía democrática mundial no importando los medios que se utilizaran,
incluyendo violaciones a los derechos humanos, guerras “preventivas” y -como
sabemos por Guantánamo- campos de concentración y torturas.
En fin, el ser humano no es democrático por naturaleza
–lo que siempre destacaba H. A.- de modo que la tentación totalitaria asoma en
tiempos y lugares menos esperados. Incluso en nombre de la democracia. Es en
ese sentido que, siguiendo a Kant, H. A. manifestó en diversas ocasiones que la
capacidad de pensar va siempre anudada con la capacidad de mentir. O dicho así:
casi siempre olvidamos que la razón porta consigo no sólo la posibilidad de
razonar sino también la de racionalizar. De este modo somos siempre proclives a
justificar los peores actos en nombre de ideales superiores y cósmicas
ideologías.
2.
De acuerdo a un tratamiento sociologista del tema del
totalitarismo, H. A. es considerada como la teórica de los sistemas
totalitarios por excelencia. Craso error. Los estudios de H. A. con respecto al
tema están muy lejos de ser un análisis de determinadas estructuras sociales,
sociológicas o sociologistas de “tipo” totalitario. Del mismo modo será
necesario destacar algo que gran parte de quienes se han ocupado de la obra de
Arendt han pasado por alto: jamás H. A. desarrolló una teoría del totalitarismo
como sistema social. Y no lo hizo porque jamás pretendió ser una teórica
social.
H. A fue, antes que nada, una pensadora filosófica – y
teológica- de la condición humana, sobre todo cuando esta condición se hace
presente bajo la luz radiante de la política. Eso quiere decir que ella estaba
muy lejos de ocuparse de determinadas teorías sistémicas. Su preocupación
central fue siempre el ser humano en relación consigo y con los demás. Ésa, la
humana, no es para H. A. una condición antropológica o social, sino – siguiendo
la ruta trazada por Husserl y Heidegger pero elevada hacia “lo público”- la de
aquel ser humano que “existe siendo” pero sin acceder nunca hacia la totalidad
del Ser que es, de acuerdo a la teología arendtiana, Dios. Dios: palabra que
rara vez se decidió a pronunciar Heidegger, pero que sobredetermina toda su
concepción del Ser, como ha demostrado, desde su perspectiva judía, Marléne
Zarader (1990) en su hermoso estudio sobre la filosofía heideggeriana. Es por
eso que afirmo aquí que para alguien como H. A. el totalitarismo no es “un tipo
de sistema social”, sino el resultado institucional de la degradación del
espíritu, tanto colectivo como individual.. En fin, lo que quiero decir es que
H. A. no era Max Weber, ni nada parecido.
El totalitarismo (o Estado total) para escribirlo de
modo simple, surge, o puede surgir, sobre las ruinas del pensamiento político
que es a su vez la condición de vida de esa construcción imaginaria que los
sociólogos denominan “la sociedad”. O dicho en exacto sentido arendtiano: allí
donde desaparece la diferencia entre el mundo del pensar y el del actuar
desaparece la política y así el Estado ya no será de todos sino todos seremos
del Estado.
Habiendo perdido la condición política, dejamos
objetivamente de ser ciudadanos y con ello nos convertimos en seres banales. Y
si somos banales, todos nuestros actos, incluyendo nuestras maldades, serán
banales. Ese es el sentido original de la “banalidad del mal”. No puede
pensarse entonces en la banalidad del mal sin pensar en la banalidad de los
malvados, lo que no quiere decir, por supuesto, que el mal será siempre banal.
El mal es banal cuando es cometido por seres banales y, sobre todo,
banalizados. Los ideólogos, los hechores, los grandes fundadores del Estado
totalitario estaban, por el contrario, muy lejos de ser seres banales. Eran, sí
se quiere, no demonios, pero sí, seres demoníacos. Pero las innombrables
maldades de los seres “demoníacos” no habrían podido jamás cometerse si no
hubiesen contado con la colaboración de multitudes de seres banales.
Anticipo entonces una tesis: la banalidad del mal es
para H. A. una de las condiciones imprescindibles de la radicalidad del mal. O
mejor dicho: hay una relación de estrecha colaboración entre la maldad radical
y la maldad banal hasta el punto que la primera sólo puede hacerse presente sobre
la base de la primera.
Al escribir las últimas frases resulta más que
evidente que estoy tratando de hacer una relación entre dos textos “clásicos”
de H. A. El ya mencionado sobre los orígenes del totalitarismo, y el
controvertido estudio sobre el caso Adolf Eichmann: Eichmann en Jerusalén
(1964). Dos textos que jamás deberían ser leídos separados el uno del otro. Dos
textos que no encierran dos “teorías” diferentes. Dos textos que son tentativas
respuestas surgidas frente a esa pregunta que perseguía a H. A. ¿Cómo fue
posible tanta, pero tanta maldad en un país supuestamente culto como era la
Alemania pre-hitleriana? En el primer texto nos son presentados algunos
escenarios y descripciones del horrendo crimen. En el segundo, los banales
individuos que hicieron posible el crimen de los cuales Eichmann fue para H. A.
sólo un representante entre varios.
El libro sobre los orígenes del totalitarismo es,
visto de un modo formal, un tomo que contiene tres libros que podrían haber
sido publicados perfectamente de modo separado. El primer libro es “El
Antisemitismo”, el segundo, “El Imperialismo”. Recién el tercero está dedicado
al tema de la dominación totalitaria. Como señala Karl Jaspers en su prólogo a
la edición alemana (1955), se trataría de un libro de historia. Pero no es, en
estricto sentido, un libro de historia. Analizando la estructura general del
libro se observa que los dos primeros textos son de verdad, de historia, pero
ellos están puestos al servicio del tercero, que no es de historia. Ese tercer texto
titulado “la dominación totalitaria” pese a estar al final de libro es, a su
vez, y paradójicamente, el centro del libro. Y si hubiera que definirlo, habría
que decir que se trata de un texto político que contiene profundas
connotaciones filosóficas, mas no de un texto histórico.
H. A. comienza estableciendo una premisa aparentemente
sociológica, a saber, que los orígenes del totalitarismo hay que encontrarlos
en el derrumbe (desintegración) de las estructuras que conforman la llamada
sociedad de clases. Con esa formulación, H. A. se sitúa en polémica abierta con
la tesis marxista que confiere un rol progresivo al derrumbe de las estructuras
sociales de clase. No así para Arendt. Para ella las clases constituyen el
andamiaje arquitectónico que da sentido y forma a la sociedad. Efectivamente:
sin clases no hay alianzas de clases ni asociaciones de clase. Cada clase
comporta la existencia de asociaciones, las que son inter y extraclasistas. Sin
clases no puede hablarse de asociaciones y sin asociaciones no hay, por
supuesto, “sociedad”.
De acuerdo a Arendt el derrumbe de las estructuras
clasistas –que no es lo mismo que la desaparición de las clases- no proviene ni
da origen a una sociedad igualitaria sino a una sociedad de masas la que a su
vez origina la desigualdad más radical posible que es la que se da entre un
pueblo masificado y un Estado que reclama para sí el monopolio absoluto de la
política. Mas todavía, según H. A. todo régimen totalitario es precedido por
movimientos sociales de masa que se articulan simbólicamente en torno a la
figura de un Führer (conductor). De este modo, las clases, aún existiendo,
asumen la forma de masa y la masa la forma de populacho (Mob). Este, al que
podríamos llamar “momento populista del totalitarismo”, es una condición
ineludible a toda formación totalitaria. Por lo demás, H. A. no está muy sola
con esa opinión. De una u otra manera es muy similar a la de autores que han
visto en la “masificación de lo social” un signo de desintegración no sólo
social, sino sobre todo político y espiritual. Entre varios podemos mencionar a
Gustavo le Bonn (1951), Sigmund Freud (1993), Elías Canetti (1980) y Ortega y
Gasset (1971)
“Movimientos totalitarios son movimientos de masa y
ellos son hasta ahora la única forma de organización que han encontrado las
masas modernas y que parece ser adecuada para ellas”, escribió H. A.
(1955:499). Formulando la misma tesis en términos actuales, podemos decir que
todo régimen totalitario tiene un origen populista aunque no todo movimiento
populista culmina necesariamente en un régimen totalitario. Ese es, por cierto,
uno de los postulados principales de quienes han dedicado esfuerzos para
estudiar el populismo moderno, entre otros, Ernesto Laclau (2005). El
movimiento totalitario sería, en ese sentido, una forma de re- articulación que
surge de la desarticulación clasista la que a su vez lleva a la “sociedad de
masas”. La desarticulación clasista tiene entonces dos posibilidades: o no es
sucedida por ninguna re-articulación y deriva en aquella situación de “anomia”
o desintegración general descrita por Durkheim (1967) o encuentra nuevas formas
de rearticulación dentro de las cuales las más conocidas son las populistas las
que, bajo determinadas condiciones dan origen a sistemas de dominación totalitaria.
Ahora, el segundo momento que lleva a la consolidación
de un sistema de dominación totalitaria ocurre cuando tiene lugar aquello que
H. A. llama alianza entre el populacho (Mob) y la élite. En este punto será
necesario precisar que ni el concepto masa (populacho) ni el concepto de élite
son usados por H. A. de acuerdo a su significado sociológico tradicional. Según
ese significado, la masa estaría formada por los sectores más pobres de la
sociedad y las élites, por grupos selectos de profesionales. Para H. A. en
cambio, la masa no son “los más pobres” sino todos aquellos que,
independientemente a sus pertenencias sociales se ponen bajo la disposición de
un líder y de un Estado totalitario. A su vez, las élites no son para ella los
grupos más selectos sino articulaciones que se desligan de las relaciones
sociales con el objetivo de convertirse, de acuerdo a una expresión de
Poulantzas (1968), como “clase en el poder” .
Las élites en el sentido arendtiano pueden estar
constituidas por una banda de demagogos (caso del nazismo) o por un partido
leninista. Hoy podríamos agregar, de acuerdo a casos latinoamericanos
(pinochetistas y castristas) por una jefatura militar o, en el caso islamista,
por una teocracia impenetrable (ejemplo: Irán). En síntesis, el concepto de
élite tiene para H. A. una connotación política y no social, y mucho menos
sociológica. Las élites de Arendt no tienen nada que ver con las de un Gaetano
Mosca o las de un Wilfredo Paretto.
Hechas estas precisiones podemos entonces mencionar el
tercer momento que lleva, según H. A., a la construcción del edificio
totalitario. Dicha construcción está condicionada por aquello que la filósofa
llama la propaganda totalitaria.
La propaganda totalitaria precisa, de acuerdo a A. H.,
de una ideología totalitaria y de un líder totalitario. De ahí que el objetivo
de esas propaganda está destinado a minar las reservas espirituales de cada ser
humano, su capacidad de reflexión y juicio, es decir, a sustituir las ideas por
ideologías. Eso pasa, evidentemente, por la destrucción de las instituciones
destinadas a producir ideas, sobre todo las Universidades, las que en un
regimen totalitario son convertidas en museos ideológicos. Las ideologías son,
en este caso, el sustituto de las ideas o, como formulé en otra ocasión: son
sistemas de ideas petrificadas (Mires 2002)Y efectivamente; quien es poseído
por una ideología no piensa, es pensado por la ideología. Pero a la vez, las
ideologías están representadas por encarnaciones terrenales, y si las
ideologías son infalibles, sus representantes también lo serán. La creencia en
la infabilidad de líder es, según H.A., uno de los atributos inherentes a todo
régimen totalitario.
3.
Para muchos autores, la fusión entre ideología, masas
y líder contiene en sí los elementos que llevan, tanto desde una perspectiva
dogmática como ritual, a la formación de un nuevo tipo de religión. Pero la
ideología, la masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como
repitió muchas veces H. A. Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión
degradada de lo divino en lo más banalmente humano.
Así se explica porque todos los regímenes
totalitarios, o con pretensiones de serlo, han entrado siempre en conflicto con
las religiones y las confesiones, y uno de sus objetivos principales ha sido y
será, si no destruirlas, reducirlas a un status marginal. En fin, de lo que se
trata mediante la aplicación sistemática de la propaganda totalitaria es de
reducir la capacidad espiritual de cada individuo. Pero como la espiritualidad
no puede ser separada de la capacidad de pensar –no olvidemos: el pensamiento
es el medio que lleva al espíritu- la reducción de la espiritualidad no puede
significar otra cosa que la banalización de cada ser humano a fin de que sea
sometido al arbitrio ideológico y policial del líder total, representante del
pueblo, de la nación, del partido y del Estado, a la vez.
La banalización del ser humano precisa, en
consecuencias, de su des-moralización radical, la que no ocurre, por cierto, de
un día a otro; se trata más bien de un proceso, y en Alemania, como en otras
naciones, ese proceso comenzó aún antes de que Hitler se hiciera del poder. Los
estudios de Max Weber acerca de la racionalización de las empresas y del Estado
son bastante útiles para todos aquellos a quienes interese analizar los
orígenes del totalitarismo moderno, sobre todo si se tiene en cuenta que Hitler
y su banda llevaron la lógica de la racionalización al espacio de la política y
luego la pusieron al servicio de su objetivo final: el genocidio. De este modo,
los campos de concentración eran vistos por sus técnicos y administradores como
simples fábricas. Y efectivamente: eran fábricas destinadas a la producción en
masa de la muerte.
Ahora, des-moralización, desde el punto de vista
filosófico significa la supresión de esa segunda voz que potencialmente todos
portamos en aquel órgano virtual que llamamos “conciencia”, voz que nos indica,
a través de ese dialogo dinámico que es el pensamiento, cuales son las
diferencias entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre lo
verdadero y lo falso. Sólo cuando esa voz interior calla, o es enmudecida,
seremos definitivamente banales, esto es, seres en condición de dejarse llevar
por la voz altisonante del líder supremo que todo lo sabe, que todo lo piensa y
en quien sólo necesitamos creer para alcanzar la redención sobre la tierra. Es
por esa razón que la des-moralización desde el punto de vista teológico recibe
otro nombre: demonización.
Para que exista demonización se requieren, como en el
Fausto de Goethe, dos entidades. El demonio que nos posee, y el personaje
faústico; es decir, el demonio y el demonizado. ¿Y qué es el demonio desde el
punto de vista teológico? En primer lugar, un vacío producido por la ausencia
de Dios en el alma. Eso significa que si Dios se presenta en lo bueno que hay
en cada uno, el demonio no se presenta como presencia sino como ausencia, es
decir: como ausencia de bien. Luego, el ser banalizado es el ser vaciado de
bien. Sólo a través de ese vacío (o vaciamiento) de las nociones del bien puede
penetrar en plenitud la presencia del mal, presencia que sólo emerge frente a
la radical ausencia del bien. Pero a la vez, y aquí reside la perversión final
de cada proceso de banalización colectiva, la presencia del mal no se presenta
en nosotros como mal, sino como bien supremo. O en otros términos: cuando
perdemos la noción del mal, perdemos a su vez la noción del bien. Y al no poder
o saber diferenciar entre la maldad y la bondad, caemos en la banalidad total,
condición a su vez -ésta es la idea de H. A.- de la maldad radical representada
en los campos de exterminio: el triunfo del principio de muerte (el mal) por
sobre el principio de vida; el asesinato masivo configurado como un simple
proceso de producción técnica del cual, en definitiva, nadie aparece como
ejecutor total. Es en ese sentido que H. A. vio en los campos de concentración
y de exterminio, o en la visión inerranable del Holocausto, aquello que
Emmanuel Kant ni siquiera imaginó al acuñar el término del “mal radical”
(1995).
El mal total, o mal radical puede, a su vez, ser
entendido desde la perspectiva de una teología negativa, que eso es al fin la
demonología, como la demonización del humano entendiendo por demonización el
proceso sistemático que lleva a la anulación pensante del ser (espiritualidad).
Esa es, a la vez, una tesis de Hannah Arendt, tesis que fue desarrollada en
profundidad en su libro Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y
el Presente)
De acuerdo con H. A. es imposible establecer una
relación de equivalencia entre ideología y religión (2000: 324) La razón es que
mientras la ideología bloquea el desarrollo del pensamiento (espíritu) la
religión, para que sea tal, requiere, más allá de sus rituales, de altas cuotas
de espiritualidad.
Creer en Dios es pensar en Dios, luego no podemos
acceder a Dios fuera del pensamiento que es precisamente la instancia que anula
cada ideología, sobre todo cuando esta ideología es impuesta desde un Estado
total. Ahora, según H. A., una de las propiedades de las ideologías modernas
(marxismo, fascismo, liberalismo) es haber eliminado el temor al demonio, o lo
que es igual: la creencia en el infierno. El demonio y el infierno no son, por
lo tanto, dos entidades materiales –y en ese punto Arendt está de acuerdo con
la teología moderna- sino la negación del bien, negación que llegó en Alemania
a radicalizarse hasta el punto que lo hechores de los crímenes más horrorosos
no se reconocían ni ante sí mismos ni antes los demás como culpables. Con su
ironía acostumbrada, dijo una vez H. A. al visitar Alemania, después de la
guerra. “Ahora resulta que en Alemania nunca hubo un solo nazi”.
“Si el demonio no existe, todo está permitido”,
podemos decir invirtiendo la frase del Fedor Karamazov de Dostoyevski. Eso
significa que sin la presencia amenazante del mal no reconocemos la posibilidad
del bien, y al no poder diferenciar el mal del bien nos convertimos en seres no
pensantes (banales). Como escribiera H. A. en su libro Ich will verstehen (Yo
quiero entender): “Yo estoy segura que toda la catástrofe totalitaria no habría
sobrevenido si la gente hubiera creído más en Dios, o por lo menos en el
infierno” (1998: 85). Eso quiere decir que los hombres que llevaron a cabo el
Holocausto no sólo eran seres que no conocían la noción del mal. Tampoco –y por
lo mismo- eran capaces de sentir culpa. Y, por cierto, como ocurrió con
Eichmann, no sabían pedir perdón.
El Holocausto es la presencia real de la consumación
del mal total, aquella que se expresa en el proyecto de convertir a los humanos
en cosas superfluas que pueden y deben ser eliminados por un designio
ideológico concebido por seres demoníacos. Ahora, que ese proyecto hubiese sido
implementado no sólo por los más radicales malvados de la historia universal
sino por seres humanos banales, no sólo no disminuye la radicalidad del mal.
Por el contrario: la sobre-dimensionaliza hasta llegar a un punto donde, aún
después del horrendo crimen cometido al pueblo judío, ni siquiera el
pensamiento puede alcanzar la presencia del mal. Y no lo puede alcanzar porque
la banalidad del mal presupone, en primera línea, la eliminación del
pensamiento. O dicho así: el pensamiento no puede pensar lo que está afuera del
pensamiento: la total, la absoluta, la radical banalidad del mal. La banalidad
del mal no es, luego, un atenuante de la radicalidad del mal. Es, si se quiere,
su complemento, su condición necesaria. Sin extrema banalidad la maldad radical
no podría ser posible.
4.
En crónicas después compiladas bajo la forma de un
libro, H. A. creyó encontrar en Eichmann el prototipo representativo de la
banalidad del mal.
Que con su seriedad de gran historiador Hans Mommsen
(1964: l- XXXll) hubiese descubierto después de la publicación del libro de H.
A. que Adolf Eichmann no era el representante más adecuado de la banalidad del
mal sino un gran actor que ante el juicio simuló ser banal con la esperanza de
salvar su miserable vida, no devalúa en nada la idea de H. A. en el sentido de
que su descripción de Eichmann corresponde, si no con Eichmann, con la
biografía de miles de ciudadanos alemanes cuya conciencia fue minada desde el
poder y cuya noción del bien fue sepultada bajo el peso de una ideología del
mal. Miles de seres vaciados de sí mismos, individuos atomizados que dejaron de
ser personas para convertirse en hordas, piezas de una maquinaria infernal
puesta al servicio de la muerte colectiva.
Los Eichmann, descubrió Hannah Arendt, pueden ser
incluso muy inteligentes, prolijos y responsables en sus trabajos. Pueden
cultivar incluso, y con gran dedicación, todas las llamadas virtudes
secundarias (puntualidad, limpieza, orden, disciplina, etc.) Pueden ser,
además, excelentes “jefes” de familia. Pero no saben o no quieren pensar. Y
pensar, para H. A. – en ese punto sigue a Kant quien siempre hacía la
diferencia entre el pensar y el entender- viene de una actividad, no de una
pasividad del espíritu. Sólo a través del pensamiento activo –hay que
repetirlo- podemos reconocer la diferencia entre el bien y el mal.
H. A. vio en Eichmann lo que fueron muchos cómplices y
actores del nazismo: un ser incapacitado para pensar y por lo mismo alguien que
al no saber distinguir la diferencia entre el bien y el mal sólo podía
funcionar, pero no vivir. Un funcionario, es decir, alguien que funcionaba y
nada más. Sin esos seres funcionales ninguna dictadura totalitaria puede ser
posible. Sin la horrible banalidad del mal –“frente a la cual la palabra falla
y el pensamiento fracasa” (Arendt 1964:300) – el mal, en su expresión total y
radical, nunca habría podido existir.
Referencias:
Arendt, Hanna Ich will
verstehen Piper, München 1996
Arendt, Hanna Über das Böse,
Piper, München 2007
Arendt, Hanna Zwischen
Vergangenheit und Zukunft, Piper, München 2000
Arendt, Hannah Eichmann in
Jerusalem, Piper, München 1964
Arendt, Hannah The Origin oft
Totalitarism Harcout Brace Jovanovich, New York 1951. La edición alemana lleva como título
Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, Piper, München 1955
Canetti, Elias Masse und Macht,
Fischer, Frankfurt 1980
Durkheim, Emile Les regles de la méthode sociologique,
París 1967
Freud, Sigmund Massen
Psychologie und Ichanalyse, Fischer, Frankfurt 1993
Gray, John Apocalyptic
Religion and the Death of Utopía” Farrar, Straus, and Giroux, New York 2007
Kant, Immanuel Methaphysik der
Sitten, Werke 5, Könemann, Köln 1995
Laclau, Ernesto La razón Populista, FCE, Buenos Aires
2005
Le Bon, Gustave Psychologie
der Massen, Kroner, Stuttgart 1951
Linera García, Alvaro Del Estado aparente al Estado
integral. Revista Nueva Crónica, La Paz (26 de febrero hasta el 11 de marzo de
2010) Núm. 51, pp 10-12
Mires, Fernando Crítica de la Razón Científica, Nueva
Sociedad, Caracas 2002
Mommsen, Hans Hanna Arendt und
der Prozeß gegen Adolf Eichmann en Arendt 1964
Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas, Alianza,
Madrid 1971
Poulantzas, Nicos Pouvoir Politique et classes
sociales de lé état capitaliste, Maspero, Paris 1968
Zarader, Marléne La dette impensée, Heidegger et
l’héritage hébraique, Du Seuil; Paris 1990
Fuente: ProDavinci
No hay comentarios:
Publicar un comentario