La Asociación Caraqueña de Psicoanálisis (ACP) forma parte de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL), quien a su vez constituye una de las Escuelas Psicoanalíticas de Orientación Lacaniana que conforman la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

sábado, 4 de mayo de 2013


Un fragmento de “Sobre la violencia”, un texto de Hannah Arendt


Por Prodavinci | 1 de Mayo, 2013
Me propongo suscitar ahora la cuestión de la violencia en el terreno político. No es fácil. Lo que Sorel escribió hace sesenta años, “los problemas de la violencia siguen siendo muy oscuros” es tan cierto ahora como lo era entonces. He mencionado la repugnancia general a tratar a la violencia como a un fenómeno por derecho propio y debo ahora precisar esta afirmación.
Si comenzamos una discusión sobre el fenómeno del poder, descubrimos pronto que existe un acuerdo entre todos los teóricos políticos, de la Izquierda a la Derecha, según el cual la violencia no es sino la más flagrante manifestación de poder. “Toda la política es una lucha por el poder; el último género de poder es la violencia”, ha dicho C. Wright Mills, haciéndose eco de la definición del Estado de Max Weber: “El dominio de los hombres sobre los hombres basado en los medios de la violencia legitimada, es decir, supuestamente legitimada”. Esta coincidencia resulta muy extraña, porque equiparar el poder político con “la organización de la violencia” sólo tiene sentido si uno acepta la idea marxista del Estado como instrumento de opresión de la clase dominante. Vamos por eso a estudiar a los autores que no creen que el cuerpo político, sus leyes e instituciones, sean simplemente superestructuras coactivas, manifestaciones secundarias de fuerzas subyacentes. Vamos a estudiar, por ejemplo, a Bertrand de Touvenel, cuyo libro Sobre el poder es quizá el más prestigioso y, en cualquier caso, el más interesante de los tratados recientes sobre el tema. “Para quien —escribe— contempla el despliegue de las épocas la guerra se presenta a sí misma como una actividad de los Estados que pertenece a su esencia”. Esto puede inducirnos a preguntar si el final de la actividad bélica significaría el final de los Estados. ¿Acarrearía la desaparición de la violencia, en las relaciones entre los Estados, el final del poder?
La respuesta, parece, dependerá de lo que entendamos por poder. Y el poder resulta ser un instrumento de mando mientras que el mando, nos han dicho, debe su existencia “al instinto de dominación”. Recordamos inmediatamente lo que Sartre afirmaba sobre la violencia cuando leemos en Jouvenel que “un hombre se siente más hombre cuando se impone a sí mismo y convierte a otros en instrumentos de su voluntad”, lo que le proporciona “incomparable placer”. “El poder —decía Voltaire— consiste en hacer que otros actúen como yo decida”; está presente cuando yo tengo la posibilidad “de afirmar mi propia voluntad contra la resistencia” de los demás, dice Max Weber, recordándonos la definición de Clausewitz de la guerra como “un acto de violencia para obligar al oponente a hacer lo que queremos que haga”. El término, como ha dicho Strausz-Hupé, significa “el poder del hombre sobre el hombre”. Volviendo a Jouvenel, es “Mandar y ser obedecido: sin lo cual no hay Poder, y no precisa de ningún otro atributo para existir [...] La cosa sin la cual no puede ser: que la esencia es el mando”*. Si la esencia del poder es la eficacia del mando, entonces no hay poder más grande que el que emana del cañón de un arma, y sería difícil decir en “qué forma difiere la orden dada por un policía de la orden dada por un pistolero”. (Son citas de la importante obra The Notion of the State, de Alexandre Passerin d’Entréves, el único autor que yo conozco que es consciente de la importancia de la distinción entre violencia y poder. “Tenemos que decidir si, y en qué sentido, puede el ‘poder’ distinguirse de la ‘fuerza’ para averiguar cómo el hecho de utilizar la fuerza conforme a la ley cambia la calidad de la fuerza en sí misma y nos presenta una imagen enteramente diferente de las relaciones humanas”, dado que la “fuerza, por el simple hecho de ser calificada, deja de ser fuerza”. Pero ni siquiera esta distinción, con mucho la más compleja y meditada de las que caben hallarse sobre el tema, alcanza a la raíz del tema.
El poder, en el concepto de Passerin d’Entréves, es una fuerza “calificada” o “institucionalizada”. En otras palabras, mientras los autores más arriba citados definen a la violencia como la más flamante manifestación de poder, Passerin d’Entréves define al poder como un tipo de violencia mitigada. En su análisis final llega a los mismos resultados. ¿Deben coincidir todos los autores, de la Derecha a la Izquierda, de Bertrand de Jouvenel a Mao Tse-Tung, en un punto tan básico de la filosofía política como es la naturaleza del poder?
En términos de nuestras tradiciones de pensamiento político estas definiciones tienen mucho a su favor. No sólo se derivan de la antigua noción del poder absoluto que acompañó a la aparición de la Nación-Estado soberana europea, cuyos primeros y más importantes portavoces fueron Jean Bodin, en la Francia del siglo XVI, y Thomas Hobbes en la Inglaterra del siglo XVII, sino que también coinciden con los términos empleados desde la antigüedad griega para definir las formas de gobierno como el dominio del hombre sobre el hombre —de uno o de unos pocos en la monarquía y en la oligarquía, de los mejores o de muchos en la aristocracia y en la democracia—. Hoy debemos añadir la última y quizá más formidable forma de semejante dominio: la burocracia o dominio de un complejo sistema de oficinas en donde no cabe hacer responsables a los hombres, ni a uno ni a los mejores, ni a pocos ni a muchos, y que podría ser adecuadamente definida como el dominio de Nadie. (Si, conforme el pensamiento político tradicional, identificamos la tiranía como el Gobierno que no está obligado a dar cuenta de sí mismo, el dominio de Nadie es claramente el más tiránico de todos, pues no existe precisamente nadie al que pueda preguntarse por lo que se está haciendo. Es este estado de cosas, que hace imposible la localización de la responsabilidad y la identificación del enemigo, una de las causas más poderosas de la actual y rebelde intranquilidad difundida por todo el mundo, de su caótica naturaleza y de su peligrosa tendencia a escapar a todo control, al enloquecimiento).
Además, este antiguo vocabulario es extrañamente confirmado y fortificado por la adición de la tradición hebreo-cristiana y de su “imperativo concepto de la ley”. Este concepto no fue inventado por “políticos realistas” sino que es más bien el resultado de una generalización muy anterior y casi automática de los “Mandamientos” de Dios, según la cual “la simple relación del mando y de la obediencia “bastaba para identificar la esencia de la ley. Finalmente, convicciones científicas y filosóficas más modernas respecto de la naturaleza del hombre han reforzado aún más estas tradiciones legales y políticas. Los abundantes y recientes descubrimientos de un instinto innato de dominación y de una innata agresividad del animal humano fueron precedidos por declaraciones filosóficas muy similares. Según John Stuart Mill, “la primera lección de civilización [es] la de la obediencia”, y él habla de “los dos estados de inclinaciones [...] una es el deseo de ejercer poder sobre los demás; la otra [...] la aversión a que el poder sea ejercido sobre uno mismo”. Si confiáramos en nuestras propias experiencias sobre estas cuestiones, deberíamos saber que el instinto de sumisión, un ardiente deseo de obedecer y de ser dominado por un hombre fuerte, es por lo menos tan prominente en la psicología humana como el deseo de poder, y, políticamente, resulta quizá más relevante.
El antiguo adagio “Cuan apto es para mandar quien puede tan bien obedecer”, que en diferentes versiones ha sido conocido en todos los siglos y en todas las naciones puede denotar una verdad psicológica: la de que la voluntad de poder y la voluntad de sumisión se hallan interconectadas. La “pronta sumisión a la tiranía”, por emplear una vez más las palabras de Mili, no está en manera alguna siempre causada por una “extremada pasividad”. Recíprocamente, una fuerte aversión a obedecer viene acompañada a menudo por una aversión igualmente fuerte a dominar y a mandar. Históricamente hablando, la antigua institución de la economía de la esclavitud sería inexplicable sobre la base de la psicología de Mili. Su fin expreso era liberar a los ciudadanos de la carga de los asuntos domésticos y permitirles participar en la vida pública de la comunidad, donde todos eran iguales; si fuera cierto que nada es más agradable que dar órdenes y dominar a otros, cada dueño de una casa jamás habría abandonado su hogar.
Sin embargo, existe otra tradición y otro vocabulario, no menos antiguos y no menos acreditados por el tiempo. Cuando la Ciudad-Estado ateniense llamó a su constitución una isonomía o cuando los romanos hablaban de la civitas como de su forma de gobierno, pensaban en un concepto del poder y de la ley cuya esencia no se basaba en la relación mando-obediencia. Hacia estos ejemplos se volvieron los hombres de las revoluciones del siglo XVIII cuando escudriñaron los archivos de la antigüedad y constituyeron una forma de gobierno, una república, en la que el dominio de la ley, basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio del hombre sobre el hombre, al que consideraron un “gobierno adecuado para esclavos”. También ellos, desgraciadamente, continuaron hablando de obediencia: obediencia a las leyes en vez de a los hombres; pero lo que querían significar realmente era el apoyo a las leyes a las que la ciudadanía había otorgado su consentimiento. Semejante apoyo nunca es indiscutible y por lo que a su formalidad se refiere jamás puede compararse con la “indiscutible obediencia” que puede exigir un acto de violencia —la obediencia con la que puede contar un delincuente cuando me arrebata la cartera con la ayuda de un cuchillo o cuando roba a un banco con la ayuda de una pistola—. Es el apoyo del pueblo el que presta poder a las instituciones de un país y este apoyo no es nada más que la prolongación del asentimiento que, para empezar, determinó la existencia de las leyes.
Se supone que bajo las condiciones de un Gobierno representativo el pueblo domina a quienes le gobiernan. Todas las instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones de poder; se petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas. Esto es lo que Madison quería significar cuando decía que “todos los Gobiernos descansan en la opinión” no menos cierta para las diferentes formas de monarquía como para las democracias (“Suponer que el dominio de la mayoría funciona sólo en la democracia es una fantástica ilusión”, como señala Jouvenel: “El rey, que no es sino un individuo solitario, se halla más necesitado del apoyo general de la Sociedad que cualquier otra forma de Gobierno”. Incluso el tirano, el que manda contra todos, necesita colaboradores en el asunto de la violencia aunque su número pueda ser más bien reducido). Sin embargo, la fuerza de la opinión, esto es, el poder del Gobierno, depende del número; se halla “en proporción con el número de los que con él están asociados” y la tiranía, como descubrió Montesquieu, es por eso la más violenta y menos poderosa de las formas de Gobierno. Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que 1a violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. Un dominio mayontario legalmente restringido, es decir, una democracia sin constitución, puede resultar muy formidable en la supresión de los derechos de las minorías y muy efectiva en el ahogo del disentimiento sin empleo alguno de la violencia. Pero esto no significa que la violencia y el poder sean iguales.
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* Escojo mis ejemplos al azar dado que difícilmente importa el autor que se elija. Sólo ocasionalmente se puede escuchar una voz que disiente. Así, R. M. Mclver declara: “El poder coactivo es un criterio del Estado pero no constituye su esencia [...] Es cierto que no existe Estado allí donde no hay una fuerza abrumadora [...] Pero el ejercicio de la fuerza no hace un Estado” (en The Modern State, Londres, 1926, pp. 222-225). Puede advertirse cuan fuerte es esta tradición en los intentos de Rousseau para escapar a ella. Buscando un Gobierno de no-dominación, no consigue nada mejor que “une forme de association [...] par laquelle chacun s’unissantá tous nobéisse pourtant qu’á luitnéme”. El énfasis puesto en la obediencia, y por ello en el manilo, permanece inalterado.
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Algunas de las referencias citadas en el texto:
- Georges Sorel,
Reflections on Violence, “Introduction to the First Publication” (1906).
- Max Weber,
Politics as a Vocation (1921).
- Bertrand de Jouvenel,
Power: The Natural History of Its Growth (1945).
- Karl von Clausewitz,
On War (1832)
- Alessandro Passerin d’Entrèves,
The Notion of the State, An Introduction to Political Theory (1962)
- Considerations on Representative Government (1861)

domingo, 28 de abril de 2013



La Asociación Caraqueña de Psicoanálisis de la NEL- Caracas informa que su nuevo Directorio para el periodo abril 2013- abril 2015, esta conformado por los siguientes miembros:


                                  Directora: Betty Abadí

                                  Secretarías del Directorio: 
                                  Hilema Suarez y Jose Gregorio Dominguez.

Fue para todas las que integramos el Directorio saliente, un honor haber ejercido durante dos años nuestras funciones.
Hacemos así entrega del testigo al nuevo Directorio, con la seguridad de que su trabajo sera inspirado por la causa de Freud, la enseñanza de Lacan y la orientación de Miller.

!Exito!

Directorio Saliente:


Aliana Santana, Gisela Cordido y Diana Ortiz. 


















Lectura Recomendada


La maldad totalitaria, por Fernando Mires

"Si quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido del totalitarismo, habría que decir que el totalitarismo es la anulación de la política mediante el Estado, anulación que lleva a la sustitución de la política por el terror del Estado que sin sustento político se convierte en un Estado total."
Por Fernando Mires | 1 de Mayo, 2013
La masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces Hannah Arendt A. Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano
El libro The Origin oft Totalitarism (1951) ocupa un lugar importante en la obra de H. A., lugar que ella probablemente no buscó sino que fue impuesto por el devenir histórico. Esa suerte de selección que, en última instancia es política, ocurre por lo demás con muchos otros autores quienes permanecen en el recuerdo no por los temas a quienes ellos dedicaron mayor atención sino por otros que, debido a circunstancias difíciles de predecir, obtuvieron una mayor publicidad. La publicidad de un texto – quiero afirmar- la determina el tiempo en que vive un autor, no el autor.
En el caso de H. A. es fácil constatar que la centralidad obtenida por sus trabajos acerca del fenómeno totalitario obedece a dos razones históricas: la primera, derivada de los imperativos de la Guerra Fría, surgió de la necesidad política de caracterizar al “enemigo” internacional de la democracia occidental: en ese tiempo el estalinismo.
Como es sabido, gran mérito de H. A. fue estudiar el totalitarismo en sus dos formas principales de expresión, la nazi y la comunista, pero no como “sistemas sociales” conceptualmente petrificados sino como revueltas “hacia” y luego “desde” el Estado, revueltas dirigidas no sólo en contra de la democracia occidental sino sobre todo en contra de ese legado que recibimos desde la Atenas filosófica: la política como forma de vida destinada a reglar conflictos ciudadanos.
Si quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido del totalitarismo, habría que decir que el totalitarismo es la anulación de la política mediante el Estado, anulación que lleva a la sustitución de la política por el terror del Estado que sin sustento político se convierte en un Estado total. El Estado total es a la vez el terror total. Y como trataré de demostrar es, desde una perspectiva política, la maldad total o la maldad radical. Con ello ya estoy adelantando que el tema del mal (o de la maldad) y el tema del totalitarismo no constituyen en el pensamiento de H. A. dos “teorías” diferentes sino dos ángulos destinados a abordar la misma realidad: la negación del pensamiento, y en este caso, la negación del pensamiento en la política: el pensamiento político.
La segunda razón que explica la centralidad del tema del totalitarismo en la obra de H.A. viene del periodo “post- guerra fría” surgido a partir del derribamiento del muro de Berlín en 1980, símbolo gráfico y real de las diferentes revoluciones democráticas que tuvieron lugar en la Europa del “Este político”.
De más está decir que a partir de la caída del nefasto muro, el mundo político vivió una suerte de fiesta democrática. Muchos intelectuales liderados por las visiones de Fukujama y otros, imaginaron que la historia de la anti-democracia quedaba atrás, y en ese ambiente festivo los análisis del fenómeno totalitario realizados por H. A. alcanzaron una ardiente actualidad. El tema del totalitarismo pasó, a su vez, a formar parte del currículum en diversos institutos socio y polito-lógicos y, en ese marco, el texto de H. A. Los Orígenes del Totalitarismo llegó a ser un objeto de imprescindible consulta.
Quizás habría que agregar una tercera razón para explicar el relieve político acanzado por el libro de H. A. acerca del totalitarismo, y ella tiene que ver con el hecho ya comprobado de que las visiones ultraoptimistas acerca de una rápida democratización del orbe no tuvieron ninguna justificación. En efecto, después del derrumbe del comunismo no sólo no tuvo lugar la ansiada democratización planetaria sino, además, han sido consolidados nuevos proyectos cuyos objetivos pueden ser calificados, en algunos casos, como para-totalitarios. En breve: los estudios acerca del fenómeno totalitario no han perdido actualidad.
Todavía nadie está muy seguro, por ejemplo, si el término totalitarismo, de neta raigambre europea, puede ser aplicado a las teocracias islamistas consolidadas en los últimos tiempos como reacción a la cruzada emprendida por el presidente Bush después del 11.09. Tampoco son avances democráticos los proyectos de poder total que se anidan en las jefaturas ideológicas en algunos países sudamericanos cuyos representantes sostienen ya abiertamente la tesis (de origen fascista) de que el pueblo, la nación, el partido, el gobierno y el Estado deben ser entendidos como una unidad absoluta (por ejemplo, García Linera 2010) En fin, ni el peligro dictatorial, ni las visiones totalitarias han desaparecido del todo. Del mismo modo es imposible afirmar que las democracias de tipo occidental están protegidas para siempre del peligro totalitario. No hay que olvidar que tanto el fascismo como el nazismo emergieron desde el interior de formaciones democráticas. Incluso puede ser posible que en nombre de la propia democracia emerjan proyectos antidemocráticos, ideológicos, fundamentalistas y misionales. Por ejemplo, John Gray, en su ya popular obra Apocalyptic Religion and the Death of Utopía” (2007) ha demostrado con lógica y hechos irrebatibles como al interior del gobierno Bush yacían concepciones totalizantes cuyo objetivo era realizar la utopía democrática mundial no importando los medios que se utilizaran, incluyendo violaciones a los derechos humanos, guerras “preventivas” y -como sabemos por Guantánamo- campos de concentración y torturas.
En fin, el ser humano no es democrático por naturaleza –lo que siempre destacaba H. A.- de modo que la tentación totalitaria asoma en tiempos y lugares menos esperados. Incluso en nombre de la democracia. Es en ese sentido que, siguiendo a Kant, H. A. manifestó en diversas ocasiones que la capacidad de pensar va siempre anudada con la capacidad de mentir. O dicho así: casi siempre olvidamos que la razón porta consigo no sólo la posibilidad de razonar sino también la de racionalizar. De este modo somos siempre proclives a justificar los peores actos en nombre de ideales superiores y cósmicas ideologías.
2.
De acuerdo a un tratamiento sociologista del tema del totalitarismo, H. A. es considerada como la teórica de los sistemas totalitarios por excelencia. Craso error. Los estudios de H. A. con respecto al tema están muy lejos de ser un análisis de determinadas estructuras sociales, sociológicas o sociologistas de “tipo” totalitario. Del mismo modo será necesario destacar algo que gran parte de quienes se han ocupado de la obra de Arendt han pasado por alto: jamás H. A. desarrolló una teoría del totalitarismo como sistema social. Y no lo hizo porque jamás pretendió ser una teórica social.
H. A fue, antes que nada, una pensadora filosófica – y teológica- de la condición humana, sobre todo cuando esta condición se hace presente bajo la luz radiante de la política. Eso quiere decir que ella estaba muy lejos de ocuparse de determinadas teorías sistémicas. Su preocupación central fue siempre el ser humano en relación consigo y con los demás. Ésa, la humana, no es para H. A. una condición antropológica o social, sino – siguiendo la ruta trazada por Husserl y Heidegger pero elevada hacia “lo público”- la de aquel ser humano que “existe siendo” pero sin acceder nunca hacia la totalidad del Ser que es, de acuerdo a la teología arendtiana, Dios. Dios: palabra que rara vez se decidió a pronunciar Heidegger, pero que sobredetermina toda su concepción del Ser, como ha demostrado, desde su perspectiva judía, Marléne Zarader (1990) en su hermoso estudio sobre la filosofía heideggeriana. Es por eso que afirmo aquí que para alguien como H. A. el totalitarismo no es “un tipo de sistema social”, sino el resultado institucional de la degradación del espíritu, tanto colectivo como individual.. En fin, lo que quiero decir es que H. A. no era Max Weber, ni nada parecido.
El totalitarismo (o Estado total) para escribirlo de modo simple, surge, o puede surgir, sobre las ruinas del pensamiento político que es a su vez la condición de vida de esa construcción imaginaria que los sociólogos denominan “la sociedad”. O dicho en exacto sentido arendtiano: allí donde desaparece la diferencia entre el mundo del pensar y el del actuar desaparece la política y así el Estado ya no será de todos sino todos seremos del Estado.
Habiendo perdido la condición política, dejamos objetivamente de ser ciudadanos y con ello nos convertimos en seres banales. Y si somos banales, todos nuestros actos, incluyendo nuestras maldades, serán banales. Ese es el sentido original de la “banalidad del mal”. No puede pensarse entonces en la banalidad del mal sin pensar en la banalidad de los malvados, lo que no quiere decir, por supuesto, que el mal será siempre banal. El mal es banal cuando es cometido por seres banales y, sobre todo, banalizados. Los ideólogos, los hechores, los grandes fundadores del Estado totalitario estaban, por el contrario, muy lejos de ser seres banales. Eran, sí se quiere, no demonios, pero sí, seres demoníacos. Pero las innombrables maldades de los seres “demoníacos” no habrían podido jamás cometerse si no hubiesen contado con la colaboración de multitudes de seres banales.
Anticipo entonces una tesis: la banalidad del mal es para H. A. una de las condiciones imprescindibles de la radicalidad del mal. O mejor dicho: hay una relación de estrecha colaboración entre la maldad radical y la maldad banal hasta el punto que la primera sólo puede hacerse presente sobre la base de la primera.
Al escribir las últimas frases resulta más que evidente que estoy tratando de hacer una relación entre dos textos “clásicos” de H. A. El ya mencionado sobre los orígenes del totalitarismo, y el controvertido estudio sobre el caso Adolf Eichmann: Eichmann en Jerusalén (1964). Dos textos que jamás deberían ser leídos separados el uno del otro. Dos textos que no encierran dos “teorías” diferentes. Dos textos que son tentativas respuestas surgidas frente a esa pregunta que perseguía a H. A. ¿Cómo fue posible tanta, pero tanta maldad en un país supuestamente culto como era la Alemania pre-hitleriana? En el primer texto nos son presentados algunos escenarios y descripciones del horrendo crimen. En el segundo, los banales individuos que hicieron posible el crimen de los cuales Eichmann fue para H. A. sólo un representante entre varios.
El libro sobre los orígenes del totalitarismo es, visto de un modo formal, un tomo que contiene tres libros que podrían haber sido publicados perfectamente de modo separado. El primer libro es “El Antisemitismo”, el segundo, “El Imperialismo”. Recién el tercero está dedicado al tema de la dominación totalitaria. Como señala Karl Jaspers en su prólogo a la edición alemana (1955), se trataría de un libro de historia. Pero no es, en estricto sentido, un libro de historia. Analizando la estructura general del libro se observa que los dos primeros textos son de verdad, de historia, pero ellos están puestos al servicio del tercero, que no es de historia. Ese tercer texto titulado “la dominación totalitaria” pese a estar al final de libro es, a su vez, y paradójicamente, el centro del libro. Y si hubiera que definirlo, habría que decir que se trata de un texto político que contiene profundas connotaciones filosóficas, mas no de un texto histórico.
H. A. comienza estableciendo una premisa aparentemente sociológica, a saber, que los orígenes del totalitarismo hay que encontrarlos en el derrumbe (desintegración) de las estructuras que conforman la llamada sociedad de clases. Con esa formulación, H. A. se sitúa en polémica abierta con la tesis marxista que confiere un rol progresivo al derrumbe de las estructuras sociales de clase. No así para Arendt. Para ella las clases constituyen el andamiaje arquitectónico que da sentido y forma a la sociedad. Efectivamente: sin clases no hay alianzas de clases ni asociaciones de clase. Cada clase comporta la existencia de asociaciones, las que son inter y extraclasistas. Sin clases no puede hablarse de asociaciones y sin asociaciones no hay, por supuesto, “sociedad”.
De acuerdo a Arendt el derrumbe de las estructuras clasistas –que no es lo mismo que la desaparición de las clases- no proviene ni da origen a una sociedad igualitaria sino a una sociedad de masas la que a su vez origina la desigualdad más radical posible que es la que se da entre un pueblo masificado y un Estado que reclama para sí el monopolio absoluto de la política. Mas todavía, según H. A. todo régimen totalitario es precedido por movimientos sociales de masa que se articulan simbólicamente en torno a la figura de un Führer (conductor). De este modo, las clases, aún existiendo, asumen la forma de masa y la masa la forma de populacho (Mob). Este, al que podríamos llamar “momento populista del totalitarismo”, es una condición ineludible a toda formación totalitaria. Por lo demás, H. A. no está muy sola con esa opinión. De una u otra manera es muy similar a la de autores que han visto en la “masificación de lo social” un signo de desintegración no sólo social, sino sobre todo político y espiritual. Entre varios podemos mencionar a Gustavo le Bonn (1951), Sigmund Freud (1993), Elías Canetti (1980) y Ortega y Gasset (1971)
“Movimientos totalitarios son movimientos de masa y ellos son hasta ahora la única forma de organización que han encontrado las masas modernas y que parece ser adecuada para ellas”, escribió H. A. (1955:499). Formulando la misma tesis en términos actuales, podemos decir que todo régimen totalitario tiene un origen populista aunque no todo movimiento populista culmina necesariamente en un régimen totalitario. Ese es, por cierto, uno de los postulados principales de quienes han dedicado esfuerzos para estudiar el populismo moderno, entre otros, Ernesto Laclau (2005). El movimiento totalitario sería, en ese sentido, una forma de re- articulación que surge de la desarticulación clasista la que a su vez lleva a la “sociedad de masas”. La desarticulación clasista tiene entonces dos posibilidades: o no es sucedida por ninguna re-articulación y deriva en aquella situación de “anomia” o desintegración general descrita por Durkheim (1967) o encuentra nuevas formas de rearticulación dentro de las cuales las más conocidas son las populistas las que, bajo determinadas condiciones dan origen a sistemas de dominación totalitaria.
Ahora, el segundo momento que lleva a la consolidación de un sistema de dominación totalitaria ocurre cuando tiene lugar aquello que H. A. llama alianza entre el populacho (Mob) y la élite. En este punto será necesario precisar que ni el concepto masa (populacho) ni el concepto de élite son usados por H. A. de acuerdo a su significado sociológico tradicional. Según ese significado, la masa estaría formada por los sectores más pobres de la sociedad y las élites, por grupos selectos de profesionales. Para H. A. en cambio, la masa no son “los más pobres” sino todos aquellos que, independientemente a sus pertenencias sociales se ponen bajo la disposición de un líder y de un Estado totalitario. A su vez, las élites no son para ella los grupos más selectos sino articulaciones que se desligan de las relaciones sociales con el objetivo de convertirse, de acuerdo a una expresión de Poulantzas (1968), como “clase en el poder” .
Las élites en el sentido arendtiano pueden estar constituidas por una banda de demagogos (caso del nazismo) o por un partido leninista. Hoy podríamos agregar, de acuerdo a casos latinoamericanos (pinochetistas y castristas) por una jefatura militar o, en el caso islamista, por una teocracia impenetrable (ejemplo: Irán). En síntesis, el concepto de élite tiene para H. A. una connotación política y no social, y mucho menos sociológica. Las élites de Arendt no tienen nada que ver con las de un Gaetano Mosca o las de un Wilfredo Paretto.
Hechas estas precisiones podemos entonces mencionar el tercer momento que lleva, según H. A., a la construcción del edificio totalitario. Dicha construcción está condicionada por aquello que la filósofa llama la propaganda totalitaria.
La propaganda totalitaria precisa, de acuerdo a A. H., de una ideología totalitaria y de un líder totalitario. De ahí que el objetivo de esas propaganda está destinado a minar las reservas espirituales de cada ser humano, su capacidad de reflexión y juicio, es decir, a sustituir las ideas por ideologías. Eso pasa, evidentemente, por la destrucción de las instituciones destinadas a producir ideas, sobre todo las Universidades, las que en un regimen totalitario son convertidas en museos ideológicos. Las ideologías son, en este caso, el sustituto de las ideas o, como formulé en otra ocasión: son sistemas de ideas petrificadas (Mires 2002)Y efectivamente; quien es poseído por una ideología no piensa, es pensado por la ideología. Pero a la vez, las ideologías están representadas por encarnaciones terrenales, y si las ideologías son infalibles, sus representantes también lo serán. La creencia en la infabilidad de líder es, según H.A., uno de los atributos inherentes a todo régimen totalitario.
3.
Para muchos autores, la fusión entre ideología, masas y líder contiene en sí los elementos que llevan, tanto desde una perspectiva dogmática como ritual, a la formación de un nuevo tipo de religión. Pero la ideología, la masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces H. A. Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano.
Así se explica porque todos los regímenes totalitarios, o con pretensiones de serlo, han entrado siempre en conflicto con las religiones y las confesiones, y uno de sus objetivos principales ha sido y será, si no destruirlas, reducirlas a un status marginal. En fin, de lo que se trata mediante la aplicación sistemática de la propaganda totalitaria es de reducir la capacidad espiritual de cada individuo. Pero como la espiritualidad no puede ser separada de la capacidad de pensar –no olvidemos: el pensamiento es el medio que lleva al espíritu- la reducción de la espiritualidad no puede significar otra cosa que la banalización de cada ser humano a fin de que sea sometido al arbitrio ideológico y policial del líder total, representante del pueblo, de la nación, del partido y del Estado, a la vez.
La banalización del ser humano precisa, en consecuencias, de su des-moralización radical, la que no ocurre, por cierto, de un día a otro; se trata más bien de un proceso, y en Alemania, como en otras naciones, ese proceso comenzó aún antes de que Hitler se hiciera del poder. Los estudios de Max Weber acerca de la racionalización de las empresas y del Estado son bastante útiles para todos aquellos a quienes interese analizar los orígenes del totalitarismo moderno, sobre todo si se tiene en cuenta que Hitler y su banda llevaron la lógica de la racionalización al espacio de la política y luego la pusieron al servicio de su objetivo final: el genocidio. De este modo, los campos de concentración eran vistos por sus técnicos y administradores como simples fábricas. Y efectivamente: eran fábricas destinadas a la producción en masa de la muerte.
Ahora, des-moralización, desde el punto de vista filosófico significa la supresión de esa segunda voz que potencialmente todos portamos en aquel órgano virtual que llamamos “conciencia”, voz que nos indica, a través de ese dialogo dinámico que es el pensamiento, cuales son las diferencias entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre lo verdadero y lo falso. Sólo cuando esa voz interior calla, o es enmudecida, seremos definitivamente banales, esto es, seres en condición de dejarse llevar por la voz altisonante del líder supremo que todo lo sabe, que todo lo piensa y en quien sólo necesitamos creer para alcanzar la redención sobre la tierra. Es por esa razón que la des-moralización desde el punto de vista teológico recibe otro nombre: demonización.
Para que exista demonización se requieren, como en el Fausto de Goethe, dos entidades. El demonio que nos posee, y el personaje faústico; es decir, el demonio y el demonizado. ¿Y qué es el demonio desde el punto de vista teológico? En primer lugar, un vacío producido por la ausencia de Dios en el alma. Eso significa que si Dios se presenta en lo bueno que hay en cada uno, el demonio no se presenta como presencia sino como ausencia, es decir: como ausencia de bien. Luego, el ser banalizado es el ser vaciado de bien. Sólo a través de ese vacío (o vaciamiento) de las nociones del bien puede penetrar en plenitud la presencia del mal, presencia que sólo emerge frente a la radical ausencia del bien. Pero a la vez, y aquí reside la perversión final de cada proceso de banalización colectiva, la presencia del mal no se presenta en nosotros como mal, sino como bien supremo. O en otros términos: cuando perdemos la noción del mal, perdemos a su vez la noción del bien. Y al no poder o saber diferenciar entre la maldad y la bondad, caemos en la banalidad total, condición a su vez -ésta es la idea de H. A.- de la maldad radical representada en los campos de exterminio: el triunfo del principio de muerte (el mal) por sobre el principio de vida; el asesinato masivo configurado como un simple proceso de producción técnica del cual, en definitiva, nadie aparece como ejecutor total. Es en ese sentido que H. A. vio en los campos de concentración y de exterminio, o en la visión inerranable del Holocausto, aquello que Emmanuel Kant ni siquiera imaginó al acuñar el término del “mal radical” (1995).
El mal total, o mal radical puede, a su vez, ser entendido desde la perspectiva de una teología negativa, que eso es al fin la demonología, como la demonización del humano entendiendo por demonización el proceso sistemático que lleva a la anulación pensante del ser (espiritualidad). Esa es, a la vez, una tesis de Hannah Arendt, tesis que fue desarrollada en profundidad en su libro Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Presente)
De acuerdo con H. A. es imposible establecer una relación de equivalencia entre ideología y religión (2000: 324) La razón es que mientras la ideología bloquea el desarrollo del pensamiento (espíritu) la religión, para que sea tal, requiere, más allá de sus rituales, de altas cuotas de espiritualidad.
Creer en Dios es pensar en Dios, luego no podemos acceder a Dios fuera del pensamiento que es precisamente la instancia que anula cada ideología, sobre todo cuando esta ideología es impuesta desde un Estado total. Ahora, según H. A., una de las propiedades de las ideologías modernas (marxismo, fascismo, liberalismo) es haber eliminado el temor al demonio, o lo que es igual: la creencia en el infierno. El demonio y el infierno no son, por lo tanto, dos entidades materiales –y en ese punto Arendt está de acuerdo con la teología moderna- sino la negación del bien, negación que llegó en Alemania a radicalizarse hasta el punto que lo hechores de los crímenes más horrorosos no se reconocían ni ante sí mismos ni antes los demás como culpables. Con su ironía acostumbrada, dijo una vez H. A. al visitar Alemania, después de la guerra. “Ahora resulta que en Alemania nunca hubo un solo nazi”.
“Si el demonio no existe, todo está permitido”, podemos decir invirtiendo la frase del Fedor Karamazov de Dostoyevski. Eso significa que sin la presencia amenazante del mal no reconocemos la posibilidad del bien, y al no poder diferenciar el mal del bien nos convertimos en seres no pensantes (banales). Como escribiera H. A. en su libro Ich will verstehen (Yo quiero entender): “Yo estoy segura que toda la catástrofe totalitaria no habría sobrevenido si la gente hubiera creído más en Dios, o por lo menos en el infierno” (1998: 85). Eso quiere decir que los hombres que llevaron a cabo el Holocausto no sólo eran seres que no conocían la noción del mal. Tampoco –y por lo mismo- eran capaces de sentir culpa. Y, por cierto, como ocurrió con Eichmann, no sabían pedir perdón.
El Holocausto es la presencia real de la consumación del mal total, aquella que se expresa en el proyecto de convertir a los humanos en cosas superfluas que pueden y deben ser eliminados por un designio ideológico concebido por seres demoníacos. Ahora, que ese proyecto hubiese sido implementado no sólo por los más radicales malvados de la historia universal sino por seres humanos banales, no sólo no disminuye la radicalidad del mal. Por el contrario: la sobre-dimensionaliza hasta llegar a un punto donde, aún después del horrendo crimen cometido al pueblo judío, ni siquiera el pensamiento puede alcanzar la presencia del mal. Y no lo puede alcanzar porque la banalidad del mal presupone, en primera línea, la eliminación del pensamiento. O dicho así: el pensamiento no puede pensar lo que está afuera del pensamiento: la total, la absoluta, la radical banalidad del mal. La banalidad del mal no es, luego, un atenuante de la radicalidad del mal. Es, si se quiere, su complemento, su condición necesaria. Sin extrema banalidad la maldad radical no podría ser posible.
4.
En crónicas después compiladas bajo la forma de un libro, H. A. creyó encontrar en Eichmann el prototipo representativo de la banalidad del mal.
Que con su seriedad de gran historiador Hans Mommsen (1964: l- XXXll) hubiese descubierto después de la publicación del libro de H. A. que Adolf Eichmann no era el representante más adecuado de la banalidad del mal sino un gran actor que ante el juicio simuló ser banal con la esperanza de salvar su miserable vida, no devalúa en nada la idea de H. A. en el sentido de que su descripción de Eichmann corresponde, si no con Eichmann, con la biografía de miles de ciudadanos alemanes cuya conciencia fue minada desde el poder y cuya noción del bien fue sepultada bajo el peso de una ideología del mal. Miles de seres vaciados de sí mismos, individuos atomizados que dejaron de ser personas para convertirse en hordas, piezas de una maquinaria infernal puesta al servicio de la muerte colectiva.
Los Eichmann, descubrió Hannah Arendt, pueden ser incluso muy inteligentes, prolijos y responsables en sus trabajos. Pueden cultivar incluso, y con gran dedicación, todas las llamadas virtudes secundarias (puntualidad, limpieza, orden, disciplina, etc.) Pueden ser, además, excelentes “jefes” de familia. Pero no saben o no quieren pensar. Y pensar, para H. A. – en ese punto sigue a Kant quien siempre hacía la diferencia entre el pensar y el entender- viene de una actividad, no de una pasividad del espíritu. Sólo a través del pensamiento activo –hay que repetirlo- podemos reconocer la diferencia entre el bien y el mal.
H. A. vio en Eichmann lo que fueron muchos cómplices y actores del nazismo: un ser incapacitado para pensar y por lo mismo alguien que al no saber distinguir la diferencia entre el bien y el mal sólo podía funcionar, pero no vivir. Un funcionario, es decir, alguien que funcionaba y nada más. Sin esos seres funcionales ninguna dictadura totalitaria puede ser posible. Sin la horrible banalidad del mal –“frente a la cual la palabra falla y el pensamiento fracasa” (Arendt 1964:300) – el mal, en su expresión total y radical, nunca habría podido existir.
Referencias:
Arendt, Hanna Ich will verstehen Piper, München 1996
Arendt, Hanna Über das Böse, Piper, München 2007
Arendt, Hanna Zwischen Vergangenheit und Zukunft, Piper, München 2000
Arendt, Hannah Eichmann in Jerusalem, Piper, München 1964
Arendt, Hannah The Origin oft Totalitarism Harcout Brace Jovanovich, New York 1951. La edición alemana lleva como título Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, Piper, München 1955
Canetti, Elias Masse und Macht, Fischer, Frankfurt 1980
Durkheim, Emile Les regles de la méthode sociologique, París 1967
Freud, Sigmund Massen Psychologie und Ichanalyse, Fischer, Frankfurt 1993
Gray, John Apocalyptic Religion and the Death of Utopía” Farrar, Straus, and Giroux, New York 2007
Kant, Immanuel Methaphysik der Sitten, Werke 5, Könemann, Köln 1995
Laclau, Ernesto La razón Populista, FCE, Buenos Aires 2005
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Mires, Fernando Crítica de la Razón Científica, Nueva Sociedad, Caracas 2002
Mommsen, Hans Hanna Arendt und der Prozeß gegen Adolf Eichmann en Arendt 1964
Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas, Alianza, Madrid 1971
Poulantzas, Nicos Pouvoir Politique et classes sociales de lé état capitaliste, Maspero, Paris 1968
Zarader, Marléne La dette impensée, Heidegger et l’héritage hébraique, Du Seuil; Paris 1990

Fuente: ProDavinci